jueves, 29 de abril de 2010

Cosita seria (por Kids Nigthmare).

-No te bajés ahí. Seguí que todavía te falta camino, unas tres cuadras más o menos – Dijo la voz del otro lado del teléfono, pero el alegato al interior del bus era tal que ella no había alcanzado a oír si no hasta no te bajés ahí. -Ya te llamo- dijo ahora la voz ignorando las airadas súplicas de la mujer para que no colgara, para que le repitiera lo último que dijo. La llamada se cortó y ella levanto su cabeza de entre sus piernas (donde había tenido que llevarla para que los reclamos de esta partida de sapos malparidos, como ahora llamaba a los demás pasajeros del bus, no le impidieran escuchar las indicaciones del hombre al otro lado del teléfono) Miró fijamente a los ojos al agitador de esta inmunda masa que ya no la bajaba de “verdoléra”, “plázuna” y hasta de “idnorante”; todo por hablar fuerte y no dejar dormir al infeliz este. – Ahora sí, siga durmiendo ¡sapo malparido! – le dijo al hombre que dormía plácido hasta que le entró la llamada que ahora la tenía a bordo del colapso. – Sapo malparido su papá, respete ¿o es que nunca se ha subido a un bus?

(AY SEÑOR, MUEVASE. LLEVAMOS UNA HORA AQUÍ. ¡TA HOCHES MANO!. ¡¿VA CONCIENDO OLÁ?¡) Gritaban los entes de una turba que empezaba a buscar un motivo para armar un motín al interior del bus. Y cuando todos empezaban a calmarse y a hacerse a la idea de que otra vez vamos a llegar tarde y no nos vamos a poder desquitar con el chofercito marica ese, justo en ese instante: tirín tirín tirín tirililin lilín (N del E Guillermo Tell by Nokia 1100). El ruidito cautivó la atención de la turba entera que, si bien reaccionó con una colectiva vuelta de pescuezo, nadie se pronuncio ni se mostró interesado. El celular estaba en sus manos temblorosas, frente a su cara pálida y su gesto de miedo. Sus pensamientos trataban de llenarla de valor y serenidad para contestar: ‘No es capaz, sólo es un chiste pesado de esos que él suele hacer. Pero yo conozco y se que sí es capaz. Sí, pero ahora es diferente, él no le haría daño, al fin y al cabo lo quiere’…Pero su titubeo fue interrumpido por el brusco codeo de un hombre que hasta que su celular sonó por octava vez, y aún a pesar del griterío de la turba, dormía profundo. Volteo a mirarlo y se encontró con una cara de pocos amigos y mucho insomnio que, babeante y hedienta, le gritaba: ¡DELE DE COMER AL TAMAGUCHI ESE!

- ¡Púes al parecer me he montado en más buses que usted!- le contestó al agitador. – ¡Conmigo no se las de de vivita que usted no sabe quien soy yo!- contestó ahora el hombre envalentonado.- ¡QUITESE MÁS BIEN QUE ME VOY A BAJAR!- dijo la mujer mientras bruscamente alistaba sus cosas para bajarse del bus; estaba cerca, pero no sabia que tanto. El hombre, muy de mala gana y mostrando la pelvis le dio, lo que apenas si así se le puede decir, permiso. Ella se aventuró al pasillo repleto de gente, refunfuñante mientras jaloneaba sus cosas que “accidentalmente” se enredaban con el obeso cuerpo del hombre de sueños profundos y mal humor al despertar, el Guache ese. - ¡¿Ahora es que me va a robar o que hijueputa?! – dijo ella mientras jalaba por tercera vez su bolso y lo miraba como un culo. (YA BAJESE VERDOLERA. DEJE EL ESCANDALO QUE HOY NO ES QUINCENA. JAJAJAJAJA) se manifestaba nuevamente la turba.

¿Aló?- Escúchame muy bien porque no tengo tiempo - ¡¿Aló?!. Ah! ¡Dejenme oír porfavor!- replicaba la mujer a la turba cuya ira nuevamente había sido despertada, esta vez por su vecino, y ahora la emprendía contra ella, como si su suerte no pudiera ser peor. – Pila cuando veas carrefur.- ¡No le oigo, repítame lo que me acabó de decir!. ¡Respten ola, no se metan! – ¿Aló? Mirá, te lo digo por última vez. Pará bolas cuando veas el carrefur- Sí, lo veo. – Frente al cadel.- Ay, sí, ya lo vi. Ya me…- Esperá, no te bajés todavía, esperáte unas cuatro cuadras a lo que veas.. – ¡SILENCIO POR FAVOR QUE ES UNA URGENCIA! No le oigo nada porque aquí están que me gritan. Ah que maricada la suya de pedirme que me fuera en bus, bien malparido sí es ¿no? – De ma las. Vos te lo buscastes. Aquí te espero, y ahí donde te demores.

PARTIDA DE IJUEPUTAS ASÍ SERÁN CON LA MAMA. QUITE VIEJA PENDEJA, ¿NO VE QUE VOY A BAJAR?. (SEÑOR APÚRELEEEEEE!) gritaban en la mitad del bus (OJALA LES PUSIERAN TRANSMILENIO POR TODO LADO A ESTOS PERROS A VER SI ESCARMIENTAN. YA LA VIERA YO PAGANDO COMPLETO. POR LO MENOS ELLOS TRABAJAN, NO COMO USTEDES, PARTIDA DE BÁNDALOS Y PEREZOSOS. APÚRELEEEEEEEEEEE!. ESPERA VIEJA PENDEJA, NO VE QUE LA SEÑORA SE VA A BAJAR) El alegato la acompañó en el pogo que tuvo que hacer para poder pasar entre los demás pasajeros hasta llegar a la puerta. La travesía la había retardado demasiado, además ni siquiera sabía a donde iba, sólo recordaba que quedaba cerca al Carrefour así que emprendió camino desde donde la dejó el bus hacia el Carrefour, todavía aguardaba la esperanza de que él no cumpliera con su palabra sólo por esta vez.

-Aló – Sí…dígame – necesito que te me vengás en bus.- ¿En bus? – sí, y no me vayás a tratar de meter conejo con eso porque te estoy vigilando. Cojé la R51, esa pasa en el paradero todos los días a las 8. – No le vaya a hacer nada – ¡CALLATE!. – R51, sí. ¡Pero dígame donde me bajo!. – yo te llamo mi amor y preparaté pa la nueva vida que vamos a llevar juntos.

‘Yo sabía que no lo podía dejar, no debí habérmele volado, al fin y al cabo aunque me pegará y se acostará con cuanta vieja tenía a la mano, ya casi ni nos veíamos. Si hubiera pensado mejor las cosas, ahorita no estaría en estas. ¡Por favor Jesús! Ayudame dale serenidad a ese hombre para que me espere y no le vaya a hacer nada al niño’ pensaba angustiosa mientras corría como una loca sin zapatos esperando divisarlo a él o por lo menos al Carrefour. Ya llevaba cinco minutos de eso cuando se paralizó al escuchar el tirín tirín tirín tirililin lilín.

-Alooooo. – Mamí!!!... Escuchame muy bien perra gonorrea, creistes que te ibas a librar de mí. Te dije que él iba a crecer con su papá y su mamá cuésteme lo que me cueste. Ahora vamos a ser una familia feliz mi amor, aunque no lo querás. – No le haga nada al niño por favor – rogaba la madre con voz quebrada – yo hago lo que quiera, pero…por favor. – Ahí si me ruegas no perra. Toma papel, lápiz y olvidaté de la policía, y prestamé atención lo que te voy a decir.

Tirín tirín tirín tirililin lilín. Otra vez parálizada frente al teléfono, pero esta vez bajo el sol. Reaccionó al noveno timbrazo y, con lagrimas hasta en el busto, contestó.

- ¿Aló?
- TE LO ADVERTÍ MALPARIDA.

PUMMM!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! Se oyó un unísono entre el auricular del teléfono y el entorno que la rodeaba, seguido por la caída al suelo del cadáver de un niño con la frente floreada, el cadáver de su hijo, frente a sus ojos.

El baño de sangre y el ruido de la huida de una DT cerraron con broche de mierda la escena y re afirmaron en ella la creencia que hace tiempo tenía de que su marido era cosita seria.

martes, 27 de abril de 2010

Editoriala Farzagánica.

Que frío tan hijueputa, y con esa llovedera se le congelan a uno hasta las tetas y/o las güevas (lo que tenga). Menos mal que lo que no está nada frío es el debate (¿debacle?) presidential. Hay unos candidatos que ni puta idea, fanáticos a los ovnis, los de la carita felíz que ni puta idea qué putas son, la doctora noemí que ni puta idea de dónde está parada. Y los peces gordos.

Peces Gordos:

Los punteros son Juan Manuel Satanos y Satanás Mockus, el primero le hechó napalm a ecuador pa agarrar al raúl rolex y desapareció ñeros en soacha. Por estos actos muchos lo consideran un ejemplo de democracia, patria y país. El segundo, nostro querido reptor que le peló el culo a la asamblea en el "león de greis" (hoy "auditorio unión tú boleta-cafam") y se agarro a puños (si, se prendió a bailados) con un estudiante cuando aspiraba a la alcaldía no me acuerdo en qué año (fue en los 90's). Además de estas cosillas, fue en su reptoría de que se les dió por cobrar la matrícula calculando el PBM. La idea era (era) que los que tenían lukas hartas, ayudaran a los que tenían lukas pocas, pero lo que pasó fue que los que tenían likas pocas eran cada vez pocos y eso fue un negociazo y ahora cobran hasta por entrar el leon (hoy "auditorio unión tú boleta-cafam trade market").

La ola verde como popó de vaca se ve venir como tsunami apocalíptico y en RCN no saben que inventarse pa' mackartizar (que termino tan putamente ladrilludo pa decir que le están montando videos pailas al contendor) al Satanás Mockus Cívicas Rutenis Aurelijus Sánchez Boyacá-Funque.

Otro pez menos gordo es Gustav Petrov, enemigo de la patria y amigo de la amenaza chamozolana que amenaza con invadir el país con su doctrina socialista-bolifariana mediante novelas en horas de la tarde. Esto con el objetivo de convertir a las amas de casa, muchachas del servicio y celachos desparchados en milicianos bolifarianos. Petrov militó un resto en la izquierda y sabe harto de visajes agrarios, cosa de la que Satanás no tiene ni puta idea. Juan manuel sí sabe de estas cosas ya que adquirií harta experiencia sobre selvas y campos al estudiar los bomberdeos a marquetalia, Rio Chiquito y El Pato pa poder rociar a rolex en angostura.

Otro pez poco gordo es el pardo, de ese si nos da pereza hablar. El man es un libertino rojo, sabe cositas, propone cositas, pero está con esa maquinaria vieja del bipartidismo del frente nacional. Ademásm su partido está más untado de parapolítica y corrupción que el putas.

A Jermán Vergas Ñeras, pues es algo como Juan Manuel Satanos, pero con menos puntos en las encuestas.

Los que se nos quedan por fuera, que pena, pero somos tan arbitrarios como RCN y Caracol en sus debates e invitramos a nuestras páginas a los que queramos.

Post Scriptum:

El lunes 26 de abril se conmemoran 20 años del asesinato del entonces candidato presidencial por la alianza democrática M-19 Carlos "comandante papito" Pizarro Leongómez. Este crimen se lo achacaron a Castaño (y este lo reconoció) por lo que fue condenado a 40 años de prisión (en su ausencia, off course). Castaño dijo que tuvo complicidad del DAS. Los autores intelectuales todavía están por ahí, algunos gobernando nuestra patria que es pasión.

miércoles, 21 de abril de 2010

Los deleites de Sofía (Por Puscio Espermo):

Tranquila y plácida parecía su vida hasta que decidió, aquella hermosa mujer, hundirse en sus más ocultas pasiones, que se asemejaban a un lago, con sus secretas profundidades, así imaginaba Sofía, cuando recorría el lago que quedaba frente a la casa donde vivía con su madre, una mujer de cincuenta años; Lola, se llamaba, su único encuentro carnal fue con el padre de Sofía, ese día quedó en embarazo, y ese mismo día no supo más de él. Estaba sola en la vida, aunque contaba con una inmensa fortuna que dejaron sus padres al morir en un horrible accidente. Cuando tuvo a Sofía vendió todas las propiedades y compró la casa que habitaban ahora. Allí estarían a salvo con su hija. Por qué no...vivirían felices...no le haría falta nada material y lo más importante, contaba con el amor de su madre.

Cuando cumplió los cinco años buscó en el pueblo cercano a tres profesoras a quienes contrató para que instruyeran a su hija en la música, la pintura, las manualidades, los conocimientos básicos de matemáticas, las ciencias naturales y sociales, e idiomas. Claro está, que siempre fue muy clara en la advertencia a sus institutrices de nunca enseñarle ningún texto literario que dejara entrever las pasiones mas bajas del ser humano. Sí, era mejor así, ella nunca debía pensar en nada de eso. Además, no lo necesitaba para ser feliz. Allí lo tenía todo. A medida que fue creciendo su hija, Lola no cesaba de advertirle que si algún día llegase a encontrar a alguien desconocido en el camino corriera de inmediato a casa, puesto que, era muy peligroso el trato con los demás.

Una mañana caminaba Sofía alrededor del lago como siempre solía hacerlo, ya era una mujer de diecisiete años; bella, de cabellos largos, lisos, de un intenso negro azabache y unas hermosas formas cubiertas de una tersa piel trigueña; lucía un traje blanco, transparente, estampado de flores de color café, el cual delineaba todo su cuerpo, ya que solo una minúscula tanga la cubría bajo el traje -este vestido se lo había diseñado con los conocimientos que tenía de costura gracias a una de sus institutrices- claro, ella nunca se dejaba ver de su madre cuando lo lucía. Al caer la tarde, se tendió sobre la hierba, entonces una mariposa se posó sobre su pezón que sobresalía de tan delicada tela. No podía describir bien lo que le sucedía. Era como un cosquilleo que sentía en medio de sus piernas y un líquido cálido emanaba de ella; al compás del movimiento de las patas de la mariposa se acrecentaba más esa calidez. Una vez la mariposa tomó vuelo, Sofía reemplazó ese roce con el de una hoja, suavemente acarició su pezón, entonces abrió sus piernas y mientras con una mano rozaba sus senos con la otra acariciaba su sexo, ahora era más indescriptible la sensación, hasta que sintió desconectarse por un segundo del mundo, de la vida misma, y un tierno gemido salió de su garganta. Ahora, Sofía tenía un nuevo entretenimiento en el que ocupaba todos sus momentos de soledad, experimentando nuevas formas y sensaciones. Nunca le reveló aquella experiencia a nadie.

Tres años después huyó de su casa llevándose una buena cantidad de dinero que robó a su madre. Después de mucho andar encontró una casa. Allí conoció a Arturo, un hombre bohemio, quien decidió acompañar a la joven en su aventura de huir de su madre.

Llegaron a un pueblo en donde se instalaron. E inmediatamente Sofía encontró trabajo en un jardín de niños, que tenían entre dos y tres años. Un día, estando sola, al cambiarle el pañal a una niña humedeció sus dedos y le acarició la vagina, al ver que no lloraba, empezó a besarla y entretanto se masturbaba...que sensación tan deliciosa...continuó haciéndolo hasta que se dejó caer en el suelo en un éxtasis absoluto. En adelante, Sofía seguía deleitándose con sus niñas.

Una tarde, le nació una nueva curiosidad a la bella joven, ¿como sentiría placer un niño? Si, ella ya conocía muchas formas de placer para la mujer, pero, y ¿el hombre?, ¿como sería?

Al llegar a casa miró a Arturo lo besó y le pidió que le dejara experimentar cosas, por supuesto, él no puso ninguna resistencia, le quitó la ropa, le ató las manos a la cama y buscó su miembro viril, lo colmó de besos, mientras, observaba las contracciones de su cara y sus constantes jadeos que le indicaban lo bien que la estaba pasando, su placer, era también el placer de ella. Su vagina ardía de deseos hasta que decidió posarse encima de ese hombre y empezó una cabalgata que la volvía loca, era tanto el éxtasis que sentía, que miró a Arturo a los ojos y de repente con una fuerza brutal apretó su cuello hasta el punto en que se cruzaron sus gemidos con el último suspiro de aquél...una vez más Sofía se deleitaba con una nueva sensación...

viernes, 16 de abril de 2010

"rescatemos nuestras tradiciones a jangre y juego"

Y una vez más por estas frías y lluviosas tierras que el año pasado no lo eran tanto por ese calor tan H.P que hacía entonces pero que ya no hace por el invierno tan 3HP: a saber: Ayahuasca en Guasca.

Para aquellos neófitos en estos asuntos, la Ayahuasca, también conocida como yagé, es una planta ceremonial utilizada en varios rituales por comunidades indígenas de toda la amazonía. Farzaga, en el marco de la campaña "rescatemos nuestras tradiciones a jangre y juego" invita a la ceremonia de Ayahuasca que se llevará a cabo este sabado 17 de abril de 2010.

El sitio es la ya famosa maloka de Guasca Cundinamarca y la hora de encuentro es la misma:

Tiempo:

Año: 2010 d.c.
Mes: Abril
Día: Sábado 17
Hora: 6 p.m.

Espacio:

Salida de Buses a la Calera (Carrera 13 con calle 72) al costado occidental de la U.Pedagógica.

Para máyor información pueden llamar a Omar al: 313-849-9178

miércoles, 7 de abril de 2010

Barrabás ¡Catucho o muerte! (por Carlos Alfonso Briceño).

Esta mañana la radio dio la noticia: el Cartucho, la Sodoma y Gomorra bogotana, iba a ser borrado del mapa. La alcaldía tomó la decisión de expulsar de ese sector a los indigentes para iniciar las obras del Parque Tercer Milenio. Había llegado la hora de lavarle la cara al centro histórico, recuperarlo y arrasar con ese hediondo gueto habitado por delincuentes y drogadictos. La noticia se regó como pólvora por los cuatro puntos cardinales de la capital y rápidamente los “pirobos” se enteraron de la mala nueva. —¡Nos van a echar del Cartucho! -exclamaron varios vagabundos que empujaban una carreta cargada de chatarra. Los indigentes se pasaban la voz: ¡Van a desalojar el Cartucho! Muchos de ellos, tirados por el suelo, ni se inmutaban, pues en medio de la traba apenas si se daban por enterados. La mayoría estaban entretenidos clasificando la basura en las aceras o buscando algún mendrugo tieso para desayunar. Hasta que Betún, un cimarrón liberto, lanzó un alarido: —¡No pasarán! Los más curtidos ñeros, los más duros de las ollas, se dirigieron al Cartucho preocupados por ese rumor que corría de boca en boca. En una vetusta casona colonial se apiñaron cientos de vagabundos en busca de una respuesta. Sentados alrededor de unas cajas de cerveza se encontraban los más reconocidos líderes del barrio, Huevoduro, Charco de sangre, Buscaniguas, Barrabás, El Sute y Ladilla quienes confirmaron la triste noticia: su hogar estaba en peligro y el desalojo era inminente.

—Ya nos vienen a fumigar como cucarachas, no contentos con nuestro drama quieren exterminarnos ¿Acaso vamos a seguir chupándonos el dedo? No se dan cuenta de que estamos condenados -era Barrabás quien, vestido con una túnica de nazareno y su luenga barba blanca, se dirigía a la concurrencia. —Hermanos, es la hora de despertar y con huevos enfrentar la tiranía de esos cobardes burgueses. Miren cómo estamos de abandonados, parecemos cadáveres que vagan por las calles sin ninguna esperanza. Valemos menos que un gozque malparido. Todo el mundo enmudeció, el silencio era la señal que su discurso les había llegado al alma. Barrabás se convirtió en la estrella del cónclave. De entrada propuso la entrega incondicional a la causa, estaba en juego la supervivencia del Cartucho y tenían que defenderlo a vida o muerte. Algunos desechables lanzaron vivas pero no había mucha fe. De antemano ya estaban vencidos, pues ¿qué se le podía exigir a una manada de drogadictos y alcohólicos?. Los más ingenuos respondieron que con la ayuda de Jesucristo iban a salir del aprieto, que lo que había que hacer era rezar y tener confianza en Dios. Barrabás los recriminó : Ni cristo, ni Dios nos escucha. Ese Dios es sordomudo, hermanos, cuántos más tienen que caer para escarmentar. Es hora de prohibir la droga y el alcohol, es hora de prohibir los robos, la prostitución y todos esos vicios que nos envenenan. Si no despertamos nos enterrarán vivos en cualquier fosa común. Algunos sicarios se levantaron emocionados y juraron lealtad al redentor, el entusiasmo creció y los hampones y prostitutas también se adhirieron, y así sucesivamente fueron sumándose el resto de los condenados. Barrabás hablaba crudamente y los hipnotizaba con su verso florido. Él era un reciclador más, un nómada sin destino que, como muchos, en un carro de balineras recorría las calles de la capital. Pero tenía algo especial: leía todo lo que caía un sus manos; libro que se encontraba en la basura, lo devoraba. Sus favoritos eran los de Filosofía. Una vez encontró medio chamuscado un ejemplar del Corán y desde entonces nunca se separó de él. Poco a poco se convenció de que en esos preceptos religiosos había escrito un mensaje de rebeldía que le ayudaba a no desfallecer.

La mayoría de los miserables no sabía ni leer ni escribir y Barrabás era la excepción, él era un ilustrado, el hijo de una familia pudiente del norte de la capital caído en desgracia por culpa de las drogas. Hacía veinte años que vagaba por las calles y eso se marcaba en su rostro prematuramente envejecido. Sus padres indignados por la afrenta cometida por su hijo decidieron desheredarlo y desde entonces lo dieron por muerto. Pero ahora tenía una oportunidad para reivindicarse y no podía desaprovecharla. Por fin se acercaba la venganza que tanto había soñado. —Resistiremos hasta el final -fue su sentencia. Lo más importante era planear una estrategia. Primero, organizar las hordas, preparar el ejército de los pobres, crear los batallones; el de las prostitutas, el de los jíbaros, la escuadra de los recicladores, la compañía de los sicarios y, lo más importante, proclamar la comuna del Cartucho, e izar la gloriosa bayeta roja con ese gallinazo estampado a modo de escudo patrio... Barrabás les habló de cómo los muertos en el cementerio central tenían más derechos que ellos, pues vivían en magníficos mausoleos rodeados de bosques y jardines floridos. Y ellos: humillados por una sociedad que los creía poco menos que bestias salvajes. Con qué desprecio los miraban los ciudadanos, peor que a leprosos. Y ni siquiera podían compararse con las mascotas de las familias ricas tan colmadas de cariño, tan bien alimentadas con la mejor comida importada, peinadas en elegantes salones de belleza y si se enfermaban, no les faltaban doctores y hospitales. — Mirémonos al espejo, camaradas, somos unos espectros desdentados y esqueléticos -los fustigó con tenacidad-. No podemos seguir agachando la cabeza, tenemos que quitarnos de encima ese infame yugo. En todo caso, las autoridades ya habían tomado la decisión y en las próximas semanas comenzaría el desalojo. La suerte estaba echada y los planes de desarrollo de la ciudad no se iban a posponer por culpa de unas cuantas sabandijas. Barrabás ordenó construir barricadas, trincheras y un foso al estilo de los castillos medievales. Hizo un llamado al lumpen para cambiar de actitud ante la vida; ellos pertenecían a los más ruin de la humanidad, negros, zambos, mulatos, indios, mestizos o criollos, la miseria no discriminaba ni a niños, ni a jóvenes, o ancianos, ni perdonaba a mujeres embarazadas o familias enteras que como parias habitaban las entrañas de ese inmundo gueto.

Primero tenían que transformarse, tenían que hacer un zafarrancho a fondo del Cartucho, limpiar las calles, las casas, sus madrigueras y, sobre todo, limpiarse hasta el alma, comenzar por asearse desde la cabeza a los pies; motilarse, afeitarse las barbas, despulgarse, despiojarse, borrar esa costra de estiércol que los cubría desde su nacimiento. A manguerazos unos a otros se ayudaban, a baldados de agua se fueron bañando con detergente y frotándose bien duro con estropajos intentaban quitarse de encima ese estigma maldito que los condenaba. Nadie apostaba un peso porque se cumplieran los decretos de prohibición de drogas y alcohol, pues casi todos los pirobos dependían de la coca, el basuco, la marihuana, el pegante Bóxer o el licor para poder sobrevivir. Era imposible que los desechables salieran de ese pozo sin fondo. El síndrome de abstinencia era lo más berraco porque la gente empezaba a tiritar y berrear como recién nacidos pidiendo clemencia. Pero para sorpresa de los más pesimistas, la mayoría fue sacando las dosis de veneno que escondían en las caletas y las tiraron en medio del patio de la casona donde hicieron una gran pira a la que le metieron candela. Como si se tratara de un auto de fe, los más viciosos se daban golpes en el pecho arrepintiéndose de sus pecados. La fumata blanca que salía de los dominios del Cartucho se tomó como una señal celestial. Sin duda alguna, Barrabás era el verdadero enviado; y de inmediato el lumpen lo aclamó como el nuevo papá de la olla. Con tantos ignorantes ¿a dónde podrían llegar? Sin cultura no tenían futuro, había que alfabetizarlos, enseñarles a leer y escribir, enseñarles a pensar, enseñarles a contestar antes que vivir postrados. En un ruinoso edificio donde funcionaba el prostíbulo más famoso del barrio se fundó la escuela con la misión de forjar el espíritu revolucionario entre los ñeros, quitarles ese bozal que los silenciaba y explicarles el significado de la palabra dignidad. Todos los días se convocaban asambleas donde se votaban las propuestas y se resolvían los problemas cotidianos; a mano alzada se aprobaban las leyes de la comuna y se tomaban las decisiones o se elegían los representantes de cada facción insurgente. Más que nunca tenían que unirse, era necesario que se sintieran parte de una gran familia. Si no se organizaban serían presa fácil de ese monstruo que amenazaba engullirlos de un solo bocado.

Nadie hubiera podido imaginar que estos despreciables vagabundos se levantaran de la tumba, de ahí que las autoridades estaban muy confiadas, creían que eso era cosa de entrar con la fuerza pública junto a dos o tres tanquetas y bombardearlos con gases lacrimógenos para luego sacarlos a patadas de sus apestosas ratoneras. Pero nunca pensaron que sucediera lo que sucedió. La comuna iba ganando adeptos, diariamente se sumaban más pirobos y ñeros, la gente tenía fe en la redención, en esa promesa de encontrar un paraíso en la tierra y no en el cielo. Casi nadie se atrevía a infringir la ley de consumo de drogas y alcohol y los pocos que no la acataban eran azotados en público para que el castigo sirviera de escarmiento, pues no se podía admitir debilidades. Las prostitutas que vendían sus cuerpos por un plato de comida, de la noche a la mañana cambiaron por completo y se les veía por ahí cubiertas con unas túnicas que les daba un aire de monjas de clausura. Esas mujeres sifilíticas, sidosas y gonorrientas desde el principio se unieron a los insurrectos ocupando los puestos más sacrificados. Voluntariamente organizaron la cocina y el comedor de la comuna hasta convertirse en las verdaderas madres de los insurrectos. Por fin tenían una razón de ser en su existencia, el servir a los demás sin pedir nada a cambio. Otras tantas locas y desquiciadas, barrían y fregaban El Cartucho, limpiaban las letrinas, ordenaban las basuras entregadas por entero al único ideal que las mantenía vivas. La escoria social, los más depravados, lentamente resucitaban. Ya no serían carne de cañón y, por lo menos, venderían caro su pellejo. Hasta una tribu de niños huérfanos, los gamines, cuyo único destino era vagar por las calles chupando pegante Bóxer, creyeron ver en Barrabás a un padre misericordioso que los consentía en su regazo. Ellos siempre soñaron sentirse parte de una familia, necesitaban un padre bendito que con firmeza los guiara y les diera amor. Amor, esa palabra que pronunciada por Barrabás les sonó sublime, jamás la escucharon en labios de nadie, porque desde que nacieron solo les hablaron con groserías y palabras malsonantes. Lentamente el populacho recuperaba la conciencia, despertaron del letargo y se dieron cuenta de que eran víctimas de una mentira, que todo estaba perfectamente planeado para que jamás pudieran superarse, para que jamás pudieran levantar la cabeza.

Un fogonazo de rabia se prendió en sus corazones. Todos exigían justicia y al unísono gritaron ¡Cartucho o muerte! Cada día por el Cartucho desfilaban más y más legiones de indigentes, cada día se les veía más altivos y arrogantes. Esa vida de lujuria y degeneración era cosa del pasado. Como por arte de magia, Barrabás le decía a un muerto “levántate y anda” y ¡andaba! Aquellos que no soportaban el síndrome de abstinencia eran tratados por yerbateros que con sus brebajes mitigaban esa resaca del demonio que los enloquecía. No daban abasto, pues hasta las manadas de paranoicos y esquizofrénicos recibían su tratamiento de choque y a punta de corrientazos y baldados de agua fría intentaban devolverles el alma al cuerpo. Aquellos espectros miserables reaccionaban y resurgían de las cenizas, convertidos guerreros indomables que apretando los puños juraban resistir el asedio. Por toda Bogotá se extendió el bulo de que los indigentes se habían amotinado, que estaban preparando la defensa del Cartucho, que los desechables ya no comían cuento. El Cartucho ni se reconocía, el aire, el olor, y hasta un perfume agradable se respiraba en sus dominios. Los forajidos se habían trasformado física y mentalmente. Cambiaron a la fuerza, se dieron cuenta de que la libertad era pura paja, que era algo abstracto que jamás palparon. ¿Tal vez ellos habían elegido libremente ser unas alimañas? Fueron condenados por una sociedad que no admite perdedores, una sociedad que adora al poder y se arrodilla ante el becerro de oro y ellos simplemente eran poco menos que unos objetos de usar y tirar. Barrabás no se cansaba de predicar, de elevarles la moral, tenía que anular ese mensaje cristiano de resignación a la voluntad divina, sobre todo, ése que afirmaba que de los pobres sería el reino de los cielos. Por culpa de esas pendejadas estaban postrados desde tiempo inmemorial extendiendo las manos, rogando una limosna. ¡Caridad, por Dios, caridad! Barrabás se ganó el cariño de sus seguidores, todos comprendieron que sus sabias palabras los enaltecían, que, brutalizados por una sociedad tan injusta, su destino no sería otro que la sala de autopsias de la morgue donde los destriparían en sus experimentos los estudiantes de medicina. Nadie iba a brindarles una oportunidad, nadie iba a echarles una mano. Su único papel era seguir allí, fritos en las aceras o recostados en un paredón esperando la salva de fusilería. Esos perversos ciudadanos se
aprovechaban de su tragedia para expiar sus pecados y ganarse el cielo con unas cuantas migajas que les tiraban al chiquero. Pero ahora preferían la palma del martirio antes que continuar con esa estúpida comedia.

A la policía ya le extrañaba que los pirobos ni bebieran, ni aspiraran pegante o que no fumaran marihuana o se drogaran con el diabólico basuco. Ni siquiera pedían limosna en las esquinas, llorando para que les regalaran unas moneditas. Los policías realmente estaban sorprendidos. Los pirobos en sus carritos de balineras pasaban altivos, sin agachar la cabeza, como era su costumbre; se les notaba bien aseados y con una sonrisa en los labios. Hasta se acabaron los robos y las peleas callejeras, se terminó para siempre la farra y el relajo ¿Qué ocurría en El Cartucho que a ciertas horas se escuchaba un canto o una llamada que todos obedecían sin demora? Y lo más impactante es que no se cansaban de recitar esas oraciones incomprensibles. ¡Alá Uakbar!, ¡Alá Uakbar!, ¡Alá Uakbar! ¿Qué será eso?, todo el mundo se preguntaba en el barrio sin saber el porqué de tal arrebato místico. Tanta disciplina era algo sospechoso. La policía se lo tomó a chiste, era ridículo que esos malparidos pudieran reformarse. Pero había que reconocer que los agentes tan acostumbrados a reprimirlos se sentían inútiles, pues a ellos lo que les gustaba era la acción y, como brazo armado de la ley, imponerla a sangre y fuego.

Llegó la hora de la verdad y ese viernes se escuchó al caer la tarde el roce de las botas de los tombos contra el asfalto -eligieron el día clave en que los pirobos se dedicaban a meter droga y emborracharse para agarrarlos desprevenidos-. La tropa antimotines, protegida con cascos, escudos y armaduras, se alistaba para el asalto. Daba miedo mirar a esos diabólicos robots y más miedo daba lo que se veía detrás de ellos, las excavadoras y bulldozers que se alistaban a dar el golpe de gracia. Barrabás recibió informes de los centinelas que le advertían que unos doscientos agentes apoyados por dos vehículos blindados habían cerrado la entrada del Cartucho por la Avenida Caracas a la altura de San Victorino, y otros tantos se situaban en la Carrera Décima, prestos a entrar en combate. Por un altoparlante se escuchó con claridad el mensaje: “Hijos de puta, tienen cinco minutos para desalojar El Cartucho o los quemamos a fierrazos.” La chusma atrincherada se aprestaba a defender la comuna, todos
estaban cubiertos con máscaras antigás hechas con envases de plástico y rellenas con filtros de papel empapados en vinagre, otros se inventaron escafandras a las que conectaron mangueras para poder respirar. Un batallón de chinches harapientos armados con piedras y palos se mantenía en guardia; detrás, varios carros de balineras forrados con canecas de basura se preparaban para el choque; en las sorras, los sicarios
armados con tubos de PVC se alistaban para el lanzamiento de las papas explosivas; los contrabandistas, desenfundando chuzos y pistolas, se mordían la lengua pues la tensión subía minuto a minuto.

El ulular de las sirenas señaló el inicio de la ofensiva y un carro blindado derribó varias barricadas a la altura de la Avenida Caracas, hasta caer en la trampa que le tendieron los indigentes. Varado en un profundo foso, el vehículo fue presa de una salva de cócteles molotov que lo dejaron inservible. A discreción la policía disparó una descarga de gases lacrimógenos que levantaron una humareda irrespirable. Ahí mismo los desechables se tiraron cuerpo a tierra enchufándose a las rudimentarias máscaras antigás. La batalla entró en su punto crucial. Los sicarios desde las sorras dispararon las bazucas de PVC cargadas con papas
explosivas, al tiempo que desde los tejados con hondas y caucheras los gamines arrojaban piedras y ladrillos. Al verse sorprendidos, los policías tuvieron que retirarse unas cuadras más abajo. Barrabás, aprovechando el desconcierto, ordenó utilizar el arma secreta. Los ñeros más intrépidos regaron galones de gasolina sobre las llantas que tenían estratégicamente apiladas en la calle y les prendieron fuego. Una
inmensa llamarada se elevó por encima de los edificios creando una barrera intraspasable. La policía arremetió con las tanquetas disparando los cañones de agua en un vano intento por apagar el incendio. No lo podían creer, los moribundos, los cadáveres resucitaban del polvo de la nada. Los sitiados aguantaron heroicamente la arremetida de los antidisturbios y éstos tuvieron que replegarse, pues si hubieran disparado sus armas habrían causado una masacre. Un júbilo indescriptible se apoderó de la comuna. Habían conseguido una gran victoria, la primera victoria de sus vidas y eso los llenaba de orgullo. Barrabás desde un balcón lanzaba arengas felicitando a su tropa: la batalla había concluido, los tombos se retiraron con el rabo entre las piernas. ¡Gloria a los defensores! La noticia no tardó en propagarse por la ciudad y todas las televisiones se hicieron eco de tan inusitada derrota. Hasta en la primera página de los periódicos más importantes del país se resaltaba en amplios titulares el humillante desenlace: el lumpen del Cartucho rechazó la toma, las fuerzas del orden se replegaron impotentes ante el arrojo de los defensores. La rabia de las autoridades era mayúscula, el honor de la policía había sido mancillado. Por Dios y por la patria tenían
que lanzar un contragolpe demoledor para que esos malditos pirobos pagaran bien cara su arrogancia.

Esa noche se celebró una gran fiesta en el Cartucho, los ñeros se abrazaban de dicha. Habían dejado de ser unos perdedores, unos cadáveres malolientes por los que nadie apostaba. Ahora los batallones de desechables marcando el paso un, dos, un dos, desfilaban junto a los sorreros, los carreteros, los pirobos, los gamines, los jíbaros y, detrás de ellos, el grueso de la infantería levantaba los brazos empuñando palos y piedras. Todos en la plaza del mercado, hincados de rodillas, empezaron a rezar y hacer genuflexiones en honor a ese enigmático Dios que les había otorgado la victoria. El desenfreno era indescriptible y enarbolando las banderas rojas saltaban de dicha, se reían a carcajada limpia y hasta una bandada de gallinazos danzaban contagiados por el desenfreno. Barrabás lo anunció en un emocionado discurso: las cosas no se iban a
quedar así, pues habían puyado a un toro bravo y ahora éste vendría a cobrarse la revancha. Tenían que ser humildes y mantener la cabeza fría, tenían que preparase para un nuevo ataque pues las autoridades no iban tolerar tamaña humillación. Esa misma madrugada comenzó el contragolpe y de un convoy de camiones desembarcaron los efectivos de la policía y el ejército, iban en columnas de dos, armados hasta los dientes; marcaban el paso con marcialidad y, cual perros de caza, echaban espuma por la boca. A esa hora una tenue llovizna caía sobre Bogotá. Negros nubarrones que presagiaban un fatal desenlace. Las fuerzas del orden rodearon completamente El Cartucho, prestos a entrar a saco y aplastar la resistencia de esa plaga de gusanos. Allí se encontraban los mejores policías y militares entrenados en la guerra de guerrillas y en la lucha antiterrorista, verdaderos matarifes que de un machetazo le mochaban la cabeza a sus enemigos. Y, como si fuera poco, seis tanquetas se aproximaban con la lentitud de un tigre al acecho; el ruido de los motores parecía el bramido de un monstruo a punto de desbocarse. La operación estaba dirigida por el prestigioso Coronel Castro, aquel que fuera condecorado por su participación en la retoma del Palacio de Justicia. Todo estaba listo para darle la estocada final a esos facinerosos. La incertidumbre crecía a cada minuto, los soldados y policías abrían sus fauces enseñando los colmillos. Pocas veces en la ciudad se recordaba un suceso parecido. Que los parias del estrato cero se rebelaran no tenía ningún precedente, que los siervos se levantaran y pusieran en peligro lo principios de libertad y orden era inconcebible. Esas bestias estaban decididas a ofrendar sus vidas en defensa de lo único que poseían, una ratonera.

Todos esperaban que sonaran las fanfarrias del Apocalipsis, los soldados estaban listos para lanzarse a la carga, cuando a lo lejos un ruido ensordecedor los contuvo. Parecía que se acercaban más militares a reforzar las posiciones, pero los que venían no eran uniformados, sino civiles, una marea humana se desbordaba por las calles y avenidas, una gran marcha se aproximaba, cientos de personas, tal vez miles, marchaban codo con
codo por la Avenida Caracas, otros bajaban de La Candelaria, otros del barrio Los Mártires y desde Las Cruces, el Veinte de Julio o el Barrio Santa Fe, la marabunta era interminable. Una verdadera turba enardecida enarbolando banderas tricolores y pancartas fue adentrándose en las callejuelas del Cartucho. Sin importarles que el duelo estaba a punto de empezar se colocaron frente a la tropa a modo de escudos
humanos. Gritaban consignas y versos alusivos a la paz y a la fraternidad, cantaban himnos y con fervor levantaban los puños exigiendo parar tanta violencia. Nadie daba crédito a lo que estaba aconteciendo, tanto los ñeros como las fuerzas del orden no entendían nada. Sin inmutarse, los manifestantes formaron un anillo en torno al Cartucho. Estudiantes, obreros, los trabajadores, los profesores y el pueblo llano, la plebe se hacía presente. Las tanquetas detuvieron la marcha, los policías y soldados se quedaron de piedra. La voluntad popular se imponía, el pueblo soberano sin más armas que su arrojo y su conciencia de clase tenía la palabra. -Quizás esto recordaba a aquellos patriotas que desarmados pusieron el pecho ante el fuego asesino de los realistas en la epopeya libertadora-. Los manifestantes hacían como suya la causa de los
desechables, la causa de los seres más ruines de la sociedad, venían a solidarizarse con el lumpen, con la clase más baja y despreciable. Los bulldozers y excavadoras querían continuar su rumbo, cumplir su cometido y borrar el Cartucho de la faz de la tierra. Pero qué iban a hacer ante esta muralla humana infranqueable. Los desechables en sus trincheras se echaban las manos a la cabeza. No creían en lo que estaban viendo sus ojos porque nunca nadie había simpatizado con ellos, jamás imaginaron que cientos de
miles de personas estuvieran allí arriesgando sus vidas por una causa perdida. Cómo entender que una sociedad tan egoísta e indiferente se acordara de ellos en esta hora tan aciaga. Se estaban moviendo las montañas, como dijo el profeta, y del cielo tormentoso de la capital brotó una luz de esperanza. Con letras de oro se escribía un capitulo inédito en los anales de la historia. Barrabás sonreía satisfecho. Este final él ya lo había leído en algún libro de esos que se encontró tirado en la basura. Vestido con su túnica blanca y tocado con un turbante que le daba un aire de ayatolá, se puso en pie y con el pulso firme, mirando a sus incondicionales, levantó la bandera de los pirobos, una bayeta grasienta en la que enjugó sus lágrimas antes de besar el escudo, donde un gallinazo repugnante se dibujaba como un símbolo de libertad.