Barrabás ¡Catucho o muerte! (por Carlos Alfonso Briceño).
Esta mañana la radio dio la noticia: el Cartucho, la Sodoma y Gomorra bogotana, iba a ser borrado del mapa. La alcaldía tomó la decisión de expulsar de ese sector a los indigentes para iniciar las obras del Parque Tercer Milenio. Había llegado la hora de lavarle la cara al centro histórico, recuperarlo y arrasar con ese hediondo gueto habitado por delincuentes y drogadictos. La noticia se regó como pólvora por los cuatro puntos cardinales de la capital y rápidamente los “pirobos” se enteraron de la mala nueva. —¡Nos van a echar del Cartucho! -exclamaron varios vagabundos que empujaban una carreta cargada de chatarra. Los indigentes se pasaban la voz: ¡Van a desalojar el Cartucho! Muchos de ellos, tirados por el suelo, ni se inmutaban, pues en medio de la traba apenas si se daban por enterados. La mayoría estaban entretenidos clasificando la basura en las aceras o buscando algún mendrugo tieso para desayunar. Hasta que Betún, un cimarrón liberto, lanzó un alarido: —¡No pasarán! Los más curtidos ñeros, los más duros de las ollas, se dirigieron al Cartucho preocupados por ese rumor que corría de boca en boca. En una vetusta casona colonial se apiñaron cientos de vagabundos en busca de una respuesta. Sentados alrededor de unas cajas de cerveza se encontraban los más reconocidos líderes del barrio, Huevoduro, Charco de sangre, Buscaniguas, Barrabás, El Sute y Ladilla quienes confirmaron la triste noticia: su hogar estaba en peligro y el desalojo era inminente.
—Ya nos vienen a fumigar como cucarachas, no contentos con nuestro drama quieren exterminarnos ¿Acaso vamos a seguir chupándonos el dedo? No se dan cuenta de que estamos condenados -era Barrabás quien, vestido con una túnica de nazareno y su luenga barba blanca, se dirigía a la concurrencia. —Hermanos, es la hora de despertar y con huevos enfrentar la tiranía de esos cobardes burgueses. Miren cómo estamos de abandonados, parecemos cadáveres que vagan por las calles sin ninguna esperanza. Valemos menos que un gozque malparido. Todo el mundo enmudeció, el silencio era la señal que su discurso les había llegado al alma. Barrabás se convirtió en la estrella del cónclave. De entrada propuso la entrega incondicional a la causa, estaba en juego la supervivencia del Cartucho y tenían que defenderlo a vida o muerte. Algunos desechables lanzaron vivas pero no había mucha fe. De antemano ya estaban vencidos, pues ¿qué se le podía exigir a una manada de drogadictos y alcohólicos?. Los más ingenuos respondieron que con la ayuda de Jesucristo iban a salir del aprieto, que lo que había que hacer era rezar y tener confianza en Dios. Barrabás los recriminó : Ni cristo, ni Dios nos escucha. Ese Dios es sordomudo, hermanos, cuántos más tienen que caer para escarmentar. Es hora de prohibir la droga y el alcohol, es hora de prohibir los robos, la prostitución y todos esos vicios que nos envenenan. Si no despertamos nos enterrarán vivos en cualquier fosa común. Algunos sicarios se levantaron emocionados y juraron lealtad al redentor, el entusiasmo creció y los hampones y prostitutas también se adhirieron, y así sucesivamente fueron sumándose el resto de los condenados. Barrabás hablaba crudamente y los hipnotizaba con su verso florido. Él era un reciclador más, un nómada sin destino que, como muchos, en un carro de balineras recorría las calles de la capital. Pero tenía algo especial: leía todo lo que caía un sus manos; libro que se encontraba en la basura, lo devoraba. Sus favoritos eran los de Filosofía. Una vez encontró medio chamuscado un ejemplar del Corán y desde entonces nunca se separó de él. Poco a poco se convenció de que en esos preceptos religiosos había escrito un mensaje de rebeldía que le ayudaba a no desfallecer.
La mayoría de los miserables no sabía ni leer ni escribir y Barrabás era la excepción, él era un ilustrado, el hijo de una familia pudiente del norte de la capital caído en desgracia por culpa de las drogas. Hacía veinte años que vagaba por las calles y eso se marcaba en su rostro prematuramente envejecido. Sus padres indignados por la afrenta cometida por su hijo decidieron desheredarlo y desde entonces lo dieron por muerto. Pero ahora tenía una oportunidad para reivindicarse y no podía desaprovecharla. Por fin se acercaba la venganza que tanto había soñado. —Resistiremos hasta el final -fue su sentencia. Lo más importante era planear una estrategia. Primero, organizar las hordas, preparar el ejército de los pobres, crear los batallones; el de las prostitutas, el de los jíbaros, la escuadra de los recicladores, la compañía de los sicarios y, lo más importante, proclamar la comuna del Cartucho, e izar la gloriosa bayeta roja con ese gallinazo estampado a modo de escudo patrio... Barrabás les habló de cómo los muertos en el cementerio central tenían más derechos que ellos, pues vivían en magníficos mausoleos rodeados de bosques y jardines floridos. Y ellos: humillados por una sociedad que los creía poco menos que bestias salvajes. Con qué desprecio los miraban los ciudadanos, peor que a leprosos. Y ni siquiera podían compararse con las mascotas de las familias ricas tan colmadas de cariño, tan bien alimentadas con la mejor comida importada, peinadas en elegantes salones de belleza y si se enfermaban, no les faltaban doctores y hospitales. — Mirémonos al espejo, camaradas, somos unos espectros desdentados y esqueléticos -los fustigó con tenacidad-. No podemos seguir agachando la cabeza, tenemos que quitarnos de encima ese infame yugo. En todo caso, las autoridades ya habían tomado la decisión y en las próximas semanas comenzaría el desalojo. La suerte estaba echada y los planes de desarrollo de la ciudad no se iban a posponer por culpa de unas cuantas sabandijas. Barrabás ordenó construir barricadas, trincheras y un foso al estilo de los castillos medievales. Hizo un llamado al lumpen para cambiar de actitud ante la vida; ellos pertenecían a los más ruin de la humanidad, negros, zambos, mulatos, indios, mestizos o criollos, la miseria no discriminaba ni a niños, ni a jóvenes, o ancianos, ni perdonaba a mujeres embarazadas o familias enteras que como parias habitaban las entrañas de ese inmundo gueto.
Primero tenían que transformarse, tenían que hacer un zafarrancho a fondo del Cartucho, limpiar las calles, las casas, sus madrigueras y, sobre todo, limpiarse hasta el alma, comenzar por asearse desde la cabeza a los pies; motilarse, afeitarse las barbas, despulgarse, despiojarse, borrar esa costra de estiércol que los cubría desde su nacimiento. A manguerazos unos a otros se ayudaban, a baldados de agua se fueron bañando con detergente y frotándose bien duro con estropajos intentaban quitarse de encima ese estigma maldito que los condenaba. Nadie apostaba un peso porque se cumplieran los decretos de prohibición de drogas y alcohol, pues casi todos los pirobos dependían de la coca, el basuco, la marihuana, el pegante Bóxer o el licor para poder sobrevivir. Era imposible que los desechables salieran de ese pozo sin fondo. El síndrome de abstinencia era lo más berraco porque la gente empezaba a tiritar y berrear como recién nacidos pidiendo clemencia. Pero para sorpresa de los más pesimistas, la mayoría fue sacando las dosis de veneno que escondían en las caletas y las tiraron en medio del patio de la casona donde hicieron una gran pira a la que le metieron candela. Como si se tratara de un auto de fe, los más viciosos se daban golpes en el pecho arrepintiéndose de sus pecados. La fumata blanca que salía de los dominios del Cartucho se tomó como una señal celestial. Sin duda alguna, Barrabás era el verdadero enviado; y de inmediato el lumpen lo aclamó como el nuevo papá de la olla. Con tantos ignorantes ¿a dónde podrían llegar? Sin cultura no tenían futuro, había que alfabetizarlos, enseñarles a leer y escribir, enseñarles a pensar, enseñarles a contestar antes que vivir postrados. En un ruinoso edificio donde funcionaba el prostíbulo más famoso del barrio se fundó la escuela con la misión de forjar el espíritu revolucionario entre los ñeros, quitarles ese bozal que los silenciaba y explicarles el significado de la palabra dignidad. Todos los días se convocaban asambleas donde se votaban las propuestas y se resolvían los problemas cotidianos; a mano alzada se aprobaban las leyes de la comuna y se tomaban las decisiones o se elegían los representantes de cada facción insurgente. Más que nunca tenían que unirse, era necesario que se sintieran parte de una gran familia. Si no se organizaban serían presa fácil de ese monstruo que amenazaba engullirlos de un solo bocado.
Nadie hubiera podido imaginar que estos despreciables vagabundos se levantaran de la tumba, de ahí que las autoridades estaban muy confiadas, creían que eso era cosa de entrar con la fuerza pública junto a dos o tres tanquetas y bombardearlos con gases lacrimógenos para luego sacarlos a patadas de sus apestosas ratoneras. Pero nunca pensaron que sucediera lo que sucedió. La comuna iba ganando adeptos, diariamente se sumaban más pirobos y ñeros, la gente tenía fe en la redención, en esa promesa de encontrar un paraíso en la tierra y no en el cielo. Casi nadie se atrevía a infringir la ley de consumo de drogas y alcohol y los pocos que no la acataban eran azotados en público para que el castigo sirviera de escarmiento, pues no se podía admitir debilidades. Las prostitutas que vendían sus cuerpos por un plato de comida, de la noche a la mañana cambiaron por completo y se les veía por ahí cubiertas con unas túnicas que les daba un aire de monjas de clausura. Esas mujeres sifilíticas, sidosas y gonorrientas desde el principio se unieron a los insurrectos ocupando los puestos más sacrificados. Voluntariamente organizaron la cocina y el comedor de la comuna hasta convertirse en las verdaderas madres de los insurrectos. Por fin tenían una razón de ser en su existencia, el servir a los demás sin pedir nada a cambio. Otras tantas locas y desquiciadas, barrían y fregaban El Cartucho, limpiaban las letrinas, ordenaban las basuras entregadas por entero al único ideal que las mantenía vivas. La escoria social, los más depravados, lentamente resucitaban. Ya no serían carne de cañón y, por lo menos, venderían caro su pellejo. Hasta una tribu de niños huérfanos, los gamines, cuyo único destino era vagar por las calles chupando pegante Bóxer, creyeron ver en Barrabás a un padre misericordioso que los consentía en su regazo. Ellos siempre soñaron sentirse parte de una familia, necesitaban un padre bendito que con firmeza los guiara y les diera amor. Amor, esa palabra que pronunciada por Barrabás les sonó sublime, jamás la escucharon en labios de nadie, porque desde que nacieron solo les hablaron con groserías y palabras malsonantes. Lentamente el populacho recuperaba la conciencia, despertaron del letargo y se dieron cuenta de que eran víctimas de una mentira, que todo estaba perfectamente planeado para que jamás pudieran superarse, para que jamás pudieran levantar la cabeza.
Un fogonazo de rabia se prendió en sus corazones. Todos exigían justicia y al unísono gritaron ¡Cartucho o muerte! Cada día por el Cartucho desfilaban más y más legiones de indigentes, cada día se les veía más altivos y arrogantes. Esa vida de lujuria y degeneración era cosa del pasado. Como por arte de magia, Barrabás le decía a un muerto “levántate y anda” y ¡andaba! Aquellos que no soportaban el síndrome de abstinencia eran tratados por yerbateros que con sus brebajes mitigaban esa resaca del demonio que los enloquecía. No daban abasto, pues hasta las manadas de paranoicos y esquizofrénicos recibían su tratamiento de choque y a punta de corrientazos y baldados de agua fría intentaban devolverles el alma al cuerpo. Aquellos espectros miserables reaccionaban y resurgían de las cenizas, convertidos guerreros indomables que apretando los puños juraban resistir el asedio. Por toda Bogotá se extendió el bulo de que los indigentes se habían amotinado, que estaban preparando la defensa del Cartucho, que los desechables ya no comían cuento. El Cartucho ni se reconocía, el aire, el olor, y hasta un perfume agradable se respiraba en sus dominios. Los forajidos se habían trasformado física y mentalmente. Cambiaron a la fuerza, se dieron cuenta de que la libertad era pura paja, que era algo abstracto que jamás palparon. ¿Tal vez ellos habían elegido libremente ser unas alimañas? Fueron condenados por una sociedad que no admite perdedores, una sociedad que adora al poder y se arrodilla ante el becerro de oro y ellos simplemente eran poco menos que unos objetos de usar y tirar. Barrabás no se cansaba de predicar, de elevarles la moral, tenía que anular ese mensaje cristiano de resignación a la voluntad divina, sobre todo, ése que afirmaba que de los pobres sería el reino de los cielos. Por culpa de esas pendejadas estaban postrados desde tiempo inmemorial extendiendo las manos, rogando una limosna. ¡Caridad, por Dios, caridad! Barrabás se ganó el cariño de sus seguidores, todos comprendieron que sus sabias palabras los enaltecían, que, brutalizados por una sociedad tan injusta, su destino no sería otro que la sala de autopsias de la morgue donde los destriparían en sus experimentos los estudiantes de medicina. Nadie iba a brindarles una oportunidad, nadie iba a echarles una mano. Su único papel era seguir allí, fritos en las aceras o recostados en un paredón esperando la salva de fusilería. Esos perversos ciudadanos se
aprovechaban de su tragedia para expiar sus pecados y ganarse el cielo con unas cuantas migajas que les tiraban al chiquero. Pero ahora preferían la palma del martirio antes que continuar con esa estúpida comedia.
A la policía ya le extrañaba que los pirobos ni bebieran, ni aspiraran pegante o que no fumaran marihuana o se drogaran con el diabólico basuco. Ni siquiera pedían limosna en las esquinas, llorando para que les regalaran unas moneditas. Los policías realmente estaban sorprendidos. Los pirobos en sus carritos de balineras pasaban altivos, sin agachar la cabeza, como era su costumbre; se les notaba bien aseados y con una sonrisa en los labios. Hasta se acabaron los robos y las peleas callejeras, se terminó para siempre la farra y el relajo ¿Qué ocurría en El Cartucho que a ciertas horas se escuchaba un canto o una llamada que todos obedecían sin demora? Y lo más impactante es que no se cansaban de recitar esas oraciones incomprensibles. ¡Alá Uakbar!, ¡Alá Uakbar!, ¡Alá Uakbar! ¿Qué será eso?, todo el mundo se preguntaba en el barrio sin saber el porqué de tal arrebato místico. Tanta disciplina era algo sospechoso. La policía se lo tomó a chiste, era ridículo que esos malparidos pudieran reformarse. Pero había que reconocer que los agentes tan acostumbrados a reprimirlos se sentían inútiles, pues a ellos lo que les gustaba era la acción y, como brazo armado de la ley, imponerla a sangre y fuego.
Llegó la hora de la verdad y ese viernes se escuchó al caer la tarde el roce de las botas de los tombos contra el asfalto -eligieron el día clave en que los pirobos se dedicaban a meter droga y emborracharse para agarrarlos desprevenidos-. La tropa antimotines, protegida con cascos, escudos y armaduras, se alistaba para el asalto. Daba miedo mirar a esos diabólicos robots y más miedo daba lo que se veía detrás de ellos, las excavadoras y bulldozers que se alistaban a dar el golpe de gracia. Barrabás recibió informes de los centinelas que le advertían que unos doscientos agentes apoyados por dos vehículos blindados habían cerrado la entrada del Cartucho por la Avenida Caracas a la altura de San Victorino, y otros tantos se situaban en la Carrera Décima, prestos a entrar en combate. Por un altoparlante se escuchó con claridad el mensaje: “Hijos de puta, tienen cinco minutos para desalojar El Cartucho o los quemamos a fierrazos.” La chusma atrincherada se aprestaba a defender la comuna, todos
estaban cubiertos con máscaras antigás hechas con envases de plástico y rellenas con filtros de papel empapados en vinagre, otros se inventaron escafandras a las que conectaron mangueras para poder respirar. Un batallón de chinches harapientos armados con piedras y palos se mantenía en guardia; detrás, varios carros de balineras forrados con canecas de basura se preparaban para el choque; en las sorras, los sicarios
armados con tubos de PVC se alistaban para el lanzamiento de las papas explosivas; los contrabandistas, desenfundando chuzos y pistolas, se mordían la lengua pues la tensión subía minuto a minuto.
El ulular de las sirenas señaló el inicio de la ofensiva y un carro blindado derribó varias barricadas a la altura de la Avenida Caracas, hasta caer en la trampa que le tendieron los indigentes. Varado en un profundo foso, el vehículo fue presa de una salva de cócteles molotov que lo dejaron inservible. A discreción la policía disparó una descarga de gases lacrimógenos que levantaron una humareda irrespirable. Ahí mismo los desechables se tiraron cuerpo a tierra enchufándose a las rudimentarias máscaras antigás. La batalla entró en su punto crucial. Los sicarios desde las sorras dispararon las bazucas de PVC cargadas con papas
explosivas, al tiempo que desde los tejados con hondas y caucheras los gamines arrojaban piedras y ladrillos. Al verse sorprendidos, los policías tuvieron que retirarse unas cuadras más abajo. Barrabás, aprovechando el desconcierto, ordenó utilizar el arma secreta. Los ñeros más intrépidos regaron galones de gasolina sobre las llantas que tenían estratégicamente apiladas en la calle y les prendieron fuego. Una
inmensa llamarada se elevó por encima de los edificios creando una barrera intraspasable. La policía arremetió con las tanquetas disparando los cañones de agua en un vano intento por apagar el incendio. No lo podían creer, los moribundos, los cadáveres resucitaban del polvo de la nada. Los sitiados aguantaron heroicamente la arremetida de los antidisturbios y éstos tuvieron que replegarse, pues si hubieran disparado sus armas habrían causado una masacre. Un júbilo indescriptible se apoderó de la comuna. Habían conseguido una gran victoria, la primera victoria de sus vidas y eso los llenaba de orgullo. Barrabás desde un balcón lanzaba arengas felicitando a su tropa: la batalla había concluido, los tombos se retiraron con el rabo entre las piernas. ¡Gloria a los defensores! La noticia no tardó en propagarse por la ciudad y todas las televisiones se hicieron eco de tan inusitada derrota. Hasta en la primera página de los periódicos más importantes del país se resaltaba en amplios titulares el humillante desenlace: el lumpen del Cartucho rechazó la toma, las fuerzas del orden se replegaron impotentes ante el arrojo de los defensores. La rabia de las autoridades era mayúscula, el honor de la policía había sido mancillado. Por Dios y por la patria tenían
que lanzar un contragolpe demoledor para que esos malditos pirobos pagaran bien cara su arrogancia.
Esa noche se celebró una gran fiesta en el Cartucho, los ñeros se abrazaban de dicha. Habían dejado de ser unos perdedores, unos cadáveres malolientes por los que nadie apostaba. Ahora los batallones de desechables marcando el paso un, dos, un dos, desfilaban junto a los sorreros, los carreteros, los pirobos, los gamines, los jíbaros y, detrás de ellos, el grueso de la infantería levantaba los brazos empuñando palos y piedras. Todos en la plaza del mercado, hincados de rodillas, empezaron a rezar y hacer genuflexiones en honor a ese enigmático Dios que les había otorgado la victoria. El desenfreno era indescriptible y enarbolando las banderas rojas saltaban de dicha, se reían a carcajada limpia y hasta una bandada de gallinazos danzaban contagiados por el desenfreno. Barrabás lo anunció en un emocionado discurso: las cosas no se iban a
quedar así, pues habían puyado a un toro bravo y ahora éste vendría a cobrarse la revancha. Tenían que ser humildes y mantener la cabeza fría, tenían que preparase para un nuevo ataque pues las autoridades no iban tolerar tamaña humillación. Esa misma madrugada comenzó el contragolpe y de un convoy de camiones desembarcaron los efectivos de la policía y el ejército, iban en columnas de dos, armados hasta los dientes; marcaban el paso con marcialidad y, cual perros de caza, echaban espuma por la boca. A esa hora una tenue llovizna caía sobre Bogotá. Negros nubarrones que presagiaban un fatal desenlace. Las fuerzas del orden rodearon completamente El Cartucho, prestos a entrar a saco y aplastar la resistencia de esa plaga de gusanos. Allí se encontraban los mejores policías y militares entrenados en la guerra de guerrillas y en la lucha antiterrorista, verdaderos matarifes que de un machetazo le mochaban la cabeza a sus enemigos. Y, como si fuera poco, seis tanquetas se aproximaban con la lentitud de un tigre al acecho; el ruido de los motores parecía el bramido de un monstruo a punto de desbocarse. La operación estaba dirigida por el prestigioso Coronel Castro, aquel que fuera condecorado por su participación en la retoma del Palacio de Justicia. Todo estaba listo para darle la estocada final a esos facinerosos. La incertidumbre crecía a cada minuto, los soldados y policías abrían sus fauces enseñando los colmillos. Pocas veces en la ciudad se recordaba un suceso parecido. Que los parias del estrato cero se rebelaran no tenía ningún precedente, que los siervos se levantaran y pusieran en peligro lo principios de libertad y orden era inconcebible. Esas bestias estaban decididas a ofrendar sus vidas en defensa de lo único que poseían, una ratonera.
Todos esperaban que sonaran las fanfarrias del Apocalipsis, los soldados estaban listos para lanzarse a la carga, cuando a lo lejos un ruido ensordecedor los contuvo. Parecía que se acercaban más militares a reforzar las posiciones, pero los que venían no eran uniformados, sino civiles, una marea humana se desbordaba por las calles y avenidas, una gran marcha se aproximaba, cientos de personas, tal vez miles, marchaban codo con
codo por la Avenida Caracas, otros bajaban de La Candelaria, otros del barrio Los Mártires y desde Las Cruces, el Veinte de Julio o el Barrio Santa Fe, la marabunta era interminable. Una verdadera turba enardecida enarbolando banderas tricolores y pancartas fue adentrándose en las callejuelas del Cartucho. Sin importarles que el duelo estaba a punto de empezar se colocaron frente a la tropa a modo de escudos
humanos. Gritaban consignas y versos alusivos a la paz y a la fraternidad, cantaban himnos y con fervor levantaban los puños exigiendo parar tanta violencia. Nadie daba crédito a lo que estaba aconteciendo, tanto los ñeros como las fuerzas del orden no entendían nada. Sin inmutarse, los manifestantes formaron un anillo en torno al Cartucho. Estudiantes, obreros, los trabajadores, los profesores y el pueblo llano, la plebe se hacía presente. Las tanquetas detuvieron la marcha, los policías y soldados se quedaron de piedra. La voluntad popular se imponía, el pueblo soberano sin más armas que su arrojo y su conciencia de clase tenía la palabra. -Quizás esto recordaba a aquellos patriotas que desarmados pusieron el pecho ante el fuego asesino de los realistas en la epopeya libertadora-. Los manifestantes hacían como suya la causa de los
desechables, la causa de los seres más ruines de la sociedad, venían a solidarizarse con el lumpen, con la clase más baja y despreciable. Los bulldozers y excavadoras querían continuar su rumbo, cumplir su cometido y borrar el Cartucho de la faz de la tierra. Pero qué iban a hacer ante esta muralla humana infranqueable. Los desechables en sus trincheras se echaban las manos a la cabeza. No creían en lo que estaban viendo sus ojos porque nunca nadie había simpatizado con ellos, jamás imaginaron que cientos de
miles de personas estuvieran allí arriesgando sus vidas por una causa perdida. Cómo entender que una sociedad tan egoísta e indiferente se acordara de ellos en esta hora tan aciaga. Se estaban moviendo las montañas, como dijo el profeta, y del cielo tormentoso de la capital brotó una luz de esperanza. Con letras de oro se escribía un capitulo inédito en los anales de la historia. Barrabás sonreía satisfecho. Este final él ya lo había leído en algún libro de esos que se encontró tirado en la basura. Vestido con su túnica blanca y tocado con un turbante que le daba un aire de ayatolá, se puso en pie y con el pulso firme, mirando a sus incondicionales, levantó la bandera de los pirobos, una bayeta grasienta en la que enjugó sus lágrimas antes de besar el escudo, donde un gallinazo repugnante se dibujaba como un símbolo de libertad.
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